Liliana Heer

Prólogo

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©2003
Liliana Heer

Cartas en la Realidad y la Ficción
Selección y prólogo de Liliana Heer
Desde la Gente Ediciones, Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos C.L. Buenos Aires, 1995.



La Correspondencia: Una Voz en el Camino

Escribir cartas es una doble cita, con uno mismo y con el otro, es olvidar y recordar la distancia, el tiempo; materia inmaterial que inscribe las relaciones de una manera inédita. Lo imposible se vuelve posible, inmediato, aventurado, pleno de significancia, teñido de matices trágicos de acuerdo a la concepción nitzscheana de tragedia: afirmación, alegría que no excluye al dolor porque forma parte de la vida.


Las cartas poseen un valor de agalma, pertenecen al territorio de los dones, valores anteriores al acuñamiento de la moneda. Como verdaderamente lo único que se puede regalar es lenguaje, la dedicación que implica la escritura de una carta, algunas veces llega a tener la fuerza de un conjuro. Su pertenencia representa una prueba y su pérdida equivale a una amenaza. A propósito de La carta Robada, el protagonista narrado por Poe: Auguste Dupin, juega con los vértices de propiedad-no propiedad y también con el poder desafiante de lo escrito (en las fronteras del performativo). En la última frase del cuento, Dupin sustituye la carta robada por otra y, seguro de que el Ministro reconocerá su letra, escribe: “Un designio tan funesto. Si no es digno de Atreo es digno de Thyeste”.
Desde otra óptica, una carta es una señal o emplazamiento que obliga al otro a responder. Tiene el carácter de los imperativos que rigen el orden de las deudas, ese registro arcaico tan inteligentemente reseñado por Freud que conforma la superficie del malestar en la cultura.



I. El lector ante las cartas. Trufas en medio del texto

Hay múltiples tipos de lector, desde aquel que se relaciona con lo escrito como el ideal concebido por Proust -“Un libro es una caja de herramientas”-, hasta el anestesiado cafishio, mirón que pretende incorporar un texto antes de abrirlo. Entre ambos extremos, podemos reconocer al lector obediente que sigue los pasos de los personajes. Empieza por el prólogo y concluye acomodando el ejemplar en la biblioteca; como es precavido, pocas veces se deja sorprender, mantiene su propia homeostasis, encuentra lo que busca y busca lo que encuentra. El lector travieso juega con las páginas, espía, coquetea, experimenta efectos de beatitud similares a los producidos por vinos espumantes, no podría contar muy bien el argumento pero le gusta leer párrafos en voz alta y regalar los libros que ha descubierto. El lector díscolo es reactivo, suele padecer de alergia a la letra, apenas se asoma, hace zapping, saltea páginas, intenta apresar un hilo, es tan tenso en su ansia de facilismo y necesidad especulativa de acumular información que no se entrega en aras de sacar provecho sin costo. Los lectores comprometidos con la escritura, por el contrario, son rumiantes, se adhieren al texto, lo releen, subrayan, traducen, memorizan, roban, transforman, reescriben.
A pesar de estas diferencias, es probable que las reacciones se unifiquen ante el advenimiento de una carta. Una carta es un punto de almohadillado en medio de un relato o de una novela, fenómeno de intrusión-detención, lago donde el lector por un instante se sumerge en ese entre-dos de la trama (remitente-destinatario), y los resortes de identificación se agudizan.



II. Las cartas y su papel en la historia de la literatura

La correspondencia es uno de los grandes géneros literarios que nos permite acceder al registro del exceso, el secreto y lo obsceno (fuera de escena). Obviamente, excede los circuitos del destinatario. A lo largo de la historia, distintos escritores sostuvieron un contacto extenso e intenso mediante cartas con sus amigos, parejas, familiares, colegas o con ellos mismos; contacto en primera instancia de carácter privado que después de la muerte cobraron estado público. Aquello que remitía al espacio del testimonio, la promesa, el anuncio o el juramento, pasa a ser una ventana a través de la cual los lectores -como el espectador de cine o teatro- ven desfilar momentos que contienen sensaciones de un amplio espectro. Oscilan entre la desesperación y la renuncia, la excitación y el hastío, o simplemente el vértigo hacia iluminaciones gestadas en instantes de entusiasmo. Es posible percibir el desarrollo de ideas sobre temas tan variados como apasionantes. Plus inherente al paradójico rasgo que fusiona lo activo y lo pasivo en un mismo trazo, pathos.


Cuenta la historia que todo creador cifra mediante cartas gran parte de su obra. Eso significa que el tercero de la correspondencia -privilegio equívoco- suele ser el texto. Somerset Maughan en Diez novelas y sus autores, narra que André Gide quiso publicar sus cartas con Paul Claudel y al enterarse de que su amigo las había destruido le respondió que no importaba porque había conservado copia de ellas. Pero hubo otras cartas, secretas, escritas a mano alzada, que no le dieron tiempo a pasarlas en limpio o hacerlo habría significado extraer pulsaciones a la entrega. Es conocido el llanto incontenible de Gide cuando Madeleine descubrió que le fue infiel y quemó la correspondencia que habían mantenido a partir de la primera cita. Quemar esas cartas -cumbre del logro literario y principal derecho a la atención en la posteridad-, representó sin duda para Madeleine Gide la muestra del mayor dolor ante la traición, equivalente al acto de Medea frente a Jason cuando dio muerte a sus hijos.
Oscar Wilde es uno de los escritores que mejor expresó la voluntad de publicar su correspondencia, gesto que sostuvo a todo riesgo, incluso el de ir a prisión. En De Profundis, epístola de manifiesto sentido político, confiesa su homosexualidad y describe la relación amorosa con Lord Alfred Douglas. Idéntica lógica utiliza el Marqués de Sade, su correspondencia es al mismo tiempo un medio y un estilo de confesión pública.
James Joyce se refiere a las cartas que envía a su mujer, Nora Barnacle, como una evocación, un intento de convocar el cuerpo, de revivir la cópula: “Hay algo obsceno y lascivo en el propio aspecto de las cartas. Su sonido es también como el propio acto: breve, brutal, irresistible y diabólico”.
Las cartas de Proust y de Baudelaire a sus madres, según Molina son biografías noveladas: “Baudelaire arma un personaje de sí mismo. Peleado con su padrastro, ve a la madre como una amante. Hay todo un juego de seducción, de pedido. Lo mismo ocurre con Proust”.
En algunos autores, la correspondencia supera en calidad literaria a la obra. Simone de Beauvoir afirmó que las cartas de Sartre son lo mejor de su narrativa y Emile Cioran, en su ensayo Manía Epistolar admite que le resulta imposible releer a Flaubert, pero que experimenta un poder vivificador ante  sus cartas. “Género amanezado. Imposible imaginar hoy a una Madame du Deffand, que ha sido si no la mayor, ciertamente la más profunda epistológrafa francesa...”
Edgardo Russo y D’Onofrio en un libro reciente: Cómo se escribe una carta de amor, correspondencia amorosa en la era de la reproducción técnica, hacen un interesante buceo sobre los riesgos de extinción del género epistolar, sin olvidar el papel del deseo, causa que llevó a Virginia Woolf a escribir tres mil ochocientas cartas y “seguramente seguiría escribiendo a pesar del correo electrónico”.
Entre Vincent Van Gogh y su hermano Theo, la correspondencia representó uno de los únicos puntos de apoyo en la lucha del pintor contra dos reales de la existencia: el arte y la locura. Son cartas que muestran una situación desesperada: el ansia de sobrevivir ante el agobio y lo insoportable del sufrimiento.
Las cartas de Artaud están escritas fuera de toda ficción, de toda figura, de toda metáfora. Constituyen “el grito de la vida”, no dejan lugar al sentido figurado. Entre lo que dicen y lo que dan a entender, no hay el menor intervalo, representan “el colmo de la autobiografía”. Cartas emblemáticas de la necesidad de reemplazar el espacio literario por el espacio “auténtico”.
Grandes pensadores han recurrido a la correspondencia como medio para desarrollar sus presupuestos científicos y mantener discusiones teóricas. Además de las mil quinientas cartas de contenido platónico que en el transcurso de cuatro años Freud le escribió a su novia, sostuvo una cuantiosa correspondencia con colegas a quienes refiere momentos claves de su trabajo de investigación. Hay cartas que constituyen el testimonio de un compromiso y un desafió con el lenguaje y el pensamiento. Kierkegaard es el destinatario oculto de su correspondencia; la amada Regina de catorce años y el fiel amigo Emil, son interlocutores mudos del amor apasionado, la separación y el abandono, liturgia escénica en la que sus revelaciones ontológicas instrumentan este recurso ficcional.
Son numerosos los autores destacables por el alto nivel teórico, pero sólo mencionaré a dos más, a Descartes (con Cristina de Suecia) y a Sarmiento. A través del artificio de diversos destinatarios, Sarmiento dio curso a su aguda visión política y literaria de nuestro país.



III. Paneo por el material que incluye esta antología

Los textos seleccionados pertenecen a autores argentinos y constituyen un verdadero mosaico de enfoques y estilos: ficción histórica, reflexiones críticas y literarias, testimonios, homenajes y parodias.

Tununa Mercado envía una carta a un amigo y escritor chileno: Nelson Oxman. Él convalece de una seria enfermedad, ella escribe contra los molinos de viento del tiempo, no sabe que el destinatario no alcanzará a recibir su carta. También Bartleby dormitó con los ojos abiertos acurrucado al pie de un muro, aunque la imaginación nos permita creer que aún continúa clasificando cartas muertas en una oficina de Correos.
Dos cartas el mismo día, fechadas en noviembre de 1989, bien podrían haber sido escritas hoy. Ante el indulto, la recesión, la privatización salvaje, los signos represivos indetenibles; frente a militares asesinos vanagloriándose por sus hazañas en la televisión, Tununa Mercado, como Zaratustra, parece decirnos: “Que el amigo sea para vosotros la fiesta de la vida”.

Ricardo Piglia, en estas cartas que son un pasaje de su novela Respiración Artificial, muestra a través de estampas, su brillante y singular interpretación de la historia argentina. Abre interrogantes acerca del poder ficcional y sus conexiones: la realidad y el porvenir. Con el atractivo de lo “ya visto” pero al mismo tiempo olvidado y vuelto a descubrir, el personaje -entre desconcierto y fascinación- cuenta experiencias donde el límite de lo vivido y lo leído se desdibuja.

El polifacético escritor Juan Jacobo Bajarlía se aventura en los recovecos del universo de Gérard de Nerval y le escribe una carta de tono intimista, le habla del “hundimiento del ser cuando la acción se ha congelado” y le sugiere anacrónicas estrategias amorosas. Utiliza con este fin variados recursos: citas, epígrafes y referencias a otras cartas. La trama seductora y atrapante de Requisitoria a Gérard de Nerval muestra no sólo erudición sino dominio de los géneros literarios.

Un homenaje original: Adagio para viola d’amore de Néstor Sánchez, nos traslada a una geografía de cielo color tiza, polvo, fuego y laguna provinciana, en la que aparece recreada una visita del autor al poeta Juan L. Ortiz. La diafanidad del estilo de Sánchez nos enfrenta a lo sublime. Narración con secuencias cinematográficas, intertextos mínimos, pinceladas de Rilke, Keats, Isadora Duncan y Esenin vuelven la evocación de aquella visita un acontecimiento misterioso, sagrado.

Luisa Valenzuela y Bolek Greczynski, desde Buenos Aires y Nueva York respectivamente, sostienen una correspondencia ficcional. Parodian mediante la creación de un personaje imaginario (llamado alternativamente XX, Gato o Bonzo) la actitud frívola de indiferencia, jocosidad y desentendimiento característico de un sector de la sociedad argentina hacia los muertos y desaparecidos durante la última dictadura militar. Estas cartas tienen valor de genealogía, son los primeros acordes de futuros textos: Novela negra con argentinos y Realidad nacional desde la cama, en los que Luisa Valenzuela a través de distintos estilos y técnicas -sátira, grotesco, suspenso, intriga- narrará una visión crítica del país.

En la prosa poética de María Negroni, el manejo del lenguaje transforma al texto en el verdadero protagonista. Tanto en la primera carta-poema dirigida a Virginia Woolf, como en las dos restantes -a Sèvres y a ella misma-, nos introducimos en un escenario donde se exhiben los riesgos, cautiverios y travesías que testimonian el quehacer escritural.

Ir y venir de breves misivas entre hijas y padres en las que el código es tan especular que la retórica se limita a minúsculas noticias, avisos, pequeños detalles. “Una literatura menor” -al decir de Deleuze sobre Kafka- cuya función es recuperar un mundo antes compartido. Susana Szwarc, en este fragmento de su novela Trenzas, vuelve simbólico un tópico imaginario que se podría denominar: el otro me hace existir. El otro sostiene mi ser, espera mis cartas, quiere ser leído, le interesan mis sueños, los recuerdos, va a contestarme, él también responde, escribiendo lo hago existir.

Homenaje, monólogo, confesión, entrega de lo éxtimo, aquello que por pertenecer a lo más íntimo está en la superficie: el lenguaje, el inconsciente, la voz.

Acorde con Valery: “Lo más profundo es la piel”, Noé Jitrik escribe algunas semblanzas muy vívidas a su amigo, traductor, crítico y poeta Enrique Pezzoni. Narra su adhesión por Ángel Vargas: ese músico ajeno al sentimentalismo llorón, “como si hubiera aprendido la primera lección de los poetas ultraístas, esos que, como Borges, veían a la ciudad como un rostro y descubrían en sus huellas, en sus comisuras, el drama de sus transiciones...”
A propósito de la frase “NO VENDRÁ.... PERO LA ESPERO IGUAL...”, Jitrik recuerda un ensayo sobre El coronel no tiene quien le escriba y ve en la estructura de la denegación uno de los ejes que funda en la muerte el derecho a la escritura.

En Carta a un amigo, Luis Gusmán alude a La carta al padre de Kafka y a La religión del arte de Flaubert como puente para actualizar una polémica diferida de la década de los setenta. En este homenaje a Osvaldo Lamborghini, algunos interrogantes quedan en suspenso y otros comienzan a develarse. La particularidad de este texto es el tono entre  íntimo y distante que evoca la amistad en su vertiente crítica, fuera de cualquier mitología o inocencia, con la intensidad que el arte y las aventuras teóricas suelen propiciar.

Carlos Dámaso Martínez reconstruye a través de varias cartas enviadas a Don Rodrigo de Souza Coutinho, las vicisitudes de la dudosa muerte de Mariano Moreno en alta mar. El autor imprime una atmósfera de lealtades y traiciones dentro de un marco de verosimilitud ficcional, en un registro que comprende diversos tonos: desde la ceremonia a la cruda descripción de los sucesos menos elegantes que atraviesa el prócer.


Precioso y ridículo es uno de los apelativos del destinatario a quien se dirige María Moreno con un estilo irónico que exhibe libertad y dominio del lenguaje en sus formas paródicas. “Tú, tan estúpido que supones que una vulva es más repugnante que una orquídea ignorando que son mortalmente idénticas.” En todo momento, Bar Bar, quien escribe, exalta esa especial modalidad ingeniosa del género femenino. Esta carta tiene la virtud de ser impactante, el tono insolente nos enfrenta a consejos, detalles sobre artes amatorias, escenas selváticas, odio y resentimiento.

En Rojo sobre Blanco, con notoria destreza, Cristina Siscar crea el clima justo para que el lector participe en un laberinto de enigmas. La escritura de una carta en tercera persona posiciona a los personajes en una dimensión de misterio e intriga. Sin atemperantes, los efectos del equívoco son mantenidos por la autora hasta el final del relato, punto en el que una doble sorpresa revela el poder casi mágico del arte narrativo.

Guillermo Piro ilustra cómo el tercero de la correspondencia suele ser un texto. El tono de su carta es de decepción y autocrítica ante un libro que acaba de concluir. Expresa con “franqueza” esa relación tan difícil de narrar, de absoluta pertenencia y rigurosa distancia hacia el objeto gestado. Su decir alude al enrarecimiento, al matiz siniestro que produce lo propio cuando se torna ajeno.

La ironía se despliega en la primera carta de Daniel Guebel. El personaje de su novela Arnulfo, los infortunios de un príncipe apela al signo de interrogación para referirse a su padre cuestionando el lugar de progenitor. El remitente de la carta tiene un propósito muy preciso, quiere saber si su madre ha superado las dolencias que la aquejaban. La respuesta de su padre parece desobedecer las leyes de la reciprocidad; es obsecuente y en este contrapunto acentúa la dificultad que toda comunicación epistolar trae aparejada.

La escritura de La cartita lardosa, desde el exilio literario de Emeterio Cerro, corresponde a su estilo “sin impostutra”: borrar la diferencia entre ficción y realidad. Dos lenguas alternan los vértices del silencio. Fluyen a borbotones juegos con significantes que resignifican el texto: “En fin en principio, querida amiga, te dejo descansar de tanta parlatea, por atea parta...tú no sabes, y calculo, difícil puedes imaginar, que bien no se está aquí en este país que no es el mío y en esta lengua que no es la mía”. Citas entrelazadas aluden a la memoria, a Joyce y otras orillas desde el remanso de una ilusoria Babel.

Carta final, reminiscencias, lúcido y emocionante testimonio, despedida de un hombre que expone las causas que han determinado el suicidio que va a cometer. Paula Pérez Alonso narra uno de los grandes tópicos de la existencia: el dolor por la pérdida de la fe, el desencanto, el deseo de nada. Pierre Drieu la Rochelle concluye su novela Fuego Fatuo de una manera similar, mediante una carta al amigo que escogió el suicidio como acto que resignifica la vida. “Sólo podías elegir entre el fango y la muerte. Morir es lo más hermoso que podías hacer, lo más fuerte...”