Liliana Heer
Tijeras

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©2003
Liliana Heer

 

 

 

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Por Américo Cristófalo

 

Las tijeras no dejan de evocar una techné. El delicadísimo arte del corte, la afirmación de una discontinuidad, de una incisión. El libro que tenemos ante nosotros está hecho de piezas separadas. La suma de ellas, si se reconstruyeran las conexiones necesarias, podría resultar en una vasta novela en la que entrarían en relación Néstor Sánchez un viernes a la noche, el zarpazo de un tigre, un limpiaparabrisas que sigue moviéndose después de un accidente, la llegada de un circo a Berlín, Perón leyendo Zaratustra, un ramo de camelias desparramado por el viento, el parto de Carla Greta, las pisadas del sereno de un frigorífico, una serie en la que los copistas flaubertianos se demoran en lecturas, lances amorosos, conversaciones grotescas, desilusión y tristeza, movimientos de tropa, la majestad de una muerta, una reunión de penitentes desnudas que cantan el Miserere, y un número indistinto de nombres y citas distorsionadas. Cada una de estas escenas podría por su parte entenderse como el destilado radical de una historia, propia o impropia, la condensación de una novela, un resto. Los lectores de Liliana Heer reconocemos aquí un movimiento mayor de lo que en sus libros se presenta como pregunta acerca de la construcción de una historia, de la lengua que la concibe, y de la que se sostiene, de la repetición, de su ritmo como fundamento poético, de lo que vuelve, lo que no se orienta estrechamente en el sentido de un final. De ahí quizá la insistencia en estas páginas del caso Bouvard y Pécuchet, así como la silenciosa memoria de la máquina de narrar de Ricardo Piglia, a quién este libro va dedicado. De modo que “metaficción”, que es el modo en que Liliana nombra esta escritura, puede pensarse como un estudio de la reproducción, del corte, reanudación, escurrido y enlace de infinitas historias separadas. Puede verlo así el lector que reconozca su agudeza, su rigor de libertad.