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 Liliana Heer 
Textos 
 
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©2003 
  Liliana Heer 
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   Un caos  penitente 
    Por Liliana Heer 
   
     
    para Ulises 
   
     
    No era  una estancia, ni siquiera una chacra, la familia Kluger poseía algunas  hectáreas junto al río. Criaban conejos; también los hijos nacían bajo el  monstruoso ciclo de la especie. Crecieron sin madre porque un buen día la madre  perdió la razón y lo único que hizo, en las escasas horas en que no dormía, fue  morder los cordeles que la sujetaban al molino y caminar hasta el barranco.  Nunca buscó tirarse pero ellos temían que lo hiciera. En silencio, los hijos  mayores, al notar su ausencia, buscaban. Provistos de una gran red, la  envolvían como si se tratara de un animal salvaje y la arrastraban de vuelta  hasta el galpón. Una de esas noches los hermanos empezaron a reñir, dejaron de  trabajar juntos, no comieron en la misma mesa. Si uno entraba al rancho, el  otro salía.  
               
    La madre  siguió pariendo aun después de enloquecer. Insomnes y escuálidas criaturas  reptaban a su alrededor. Ni alimento ni cobijo. Como una manera de vengar el  porvenir, la familia se componía sólo de hombres. Era natural que se encargara  del rancho pero lo natural se volvió caótico. Un caos penitente, seres en  penumbra balbuceaban rezo, nada más se oía salir de esas bocas míseras. 
   
 
 
Las  versiones de la enfermedad eran confusas. Contaban que la madre no había  sufrido cambios paulatinos. Una noche volvieron y, en lugar de verla de pie  junto a las ollas, sólo encontraron el vacío. Poco supieron decir los hijos  menores: lloraban. Después dijeron que la habían seguido como en los días de  fiesta la seguían hasta la capilla. Tardaron en llegar al barranco. Bamboleando  los faroles avanzaban con palos. El padre cargó la escopeta. Era una buena  costumbre ir al ataque. Cuando un hurón devora animales, el pellejo del hurón  amanece clavado en una estaca. A ras de tierra, bajo las cajoneras, detrás del  barril con ungüento para la sarna, entre los flejes y tablas y chapas que  sacudidas cimbrearon, los hombres buscaban.  
  El  sacrificio, las donaciones, los hijos que año tras año había alumbrado y hecho  bautizar por el cura del pueblo, hicieron que el cura no diese fe a los  innumerables rumores y visitara a la madre. No lo hizo cuando hubiera debido  porque se trataba de gente poco locuaz. Nunca había hablado con otro Kluger  salvo con ella, a quien todos los domingos había escuchado arrepentirse de sus  tontos pecados. Siempre que la vio, la vio ahogada por hijos dando vueltas en  torno a su cuerpo como abejorros. No fue a visitarla de inmediato como hubiera  debido, tampoco acudió cuando le avisaron que lo llamaba. Dijeron que salía a  vagabundear con más furor los días de tormenta. También dijeron que por miedo a  los relámpagos la encadenaban. Una sombra clara se movía junto al molino.  
   
 
 Como si  la presencia humana tuviese el poder de ahuyentar hurones.  
  Que la  madre se había vuelto loca nadie lo dudaba, porque sólo habiendo perdido la  razón una persona creyente abandona de un día para otro el buen camino y peca y  vuelve a pecar con saña lujuriosa. Decían que iba desnuda hasta el barranco y  aullaba como una loba en celo hasta que, por piedad, alguien la saciaba. 
    El ardor  forma parte del mito de parir varones, pensó en algún momento el cura pero no  lo dijo en voz alta desde el púlpito. Calladito el saber para que coagule.  Fueron también varones los tres bastardos nacidos en el galpón. La madre tenía  entre los dientes la placenta, juró haberla visto un carrero que por error  entró, y salió a rebencazos porque: ¡Nadie se mete con mi mujer!, vociferaba el  campesino. La marca en la mejilla del carrero. Hasta escupir de costado debió  aprender.  
  El cura  introdujo en una pequeña valija cuanto icono conjuratorio estuvo a su alcance.  Todavía guardaba los frascos que le había obsequiado la feligresa cada domingo.  Frascos enormes donde flotaban cebollas y conejos. Alimentos terrestres  saturados de reflujo uterino que aún lo intimidaban después de haberlos comido.  
    -Quiera Dios que no vean mis ojos dolencia de mujer- murmuró en un rezo  y batió palmas anunciándose frente al portoncito del patio.  
   
 
 En  alguna comarca del mundo hay un huevo, cuya dimensión es imposible calcular,  donde se guarda luz por si todos los fuegos se apagaran. Puede ocurrir que el  mundo recaiga en las tinieblas. Previendo esto, un ave dio a luz en el mismo  sitio donde Dios acostumbra a esconder la claridad. 
  -Este pingajo inútil perdió la gracia que tenía en la capilla -maldijo  la madre Kluger cuando vio al cura adentro del galpón-.
  Sin gracia no hay merecimiento. Dios abandona y otros mandan. A  usted también lo abandonó. Quitan y echan. Lo van a atar al molino y obligar a  parir. Mandan los que mandan Señor cura. Yo creía que usted era uno de ellos.  Por el aliento, sabe. Ese aliento pestilente es el mismo que chorrea mi cuerpo.  Usted tenía un aliento rancio, de cosa que va pudríéndose despacio. Abría la  boca y yo olvidaba los pecados. El aliento del cura es penitencia. Diga que se  arrepiente de matar conejos. Diga que tiemblan cuando los ahoga. Diga que sufre  el animal herido. Diga más, busque el perdón: mire los ojos, pura pupila y sobresalto.  
  Mandan los que mandan, Señor cura. ¿Quién lo dejó entrar al  galpón? ¿Qué le dijeron? ¿Lo obligaron a espiar? Déjeme verlo a contraluz.  Todavía hay tiempo. Afuera está lleno de hombres. Los Kluger son hombres mansos  pero cuando se hace oscuro les viene la violencia. Mentira que los hurones  destripan. Hay escopetas, disparos, animales con perdigones en la quijada. Los  revientan y después caminan maldiciendo. No hay Dios que alcance, todo es  mortaja. Yo les doy asco, sabe, pero cuando se aburren de sacudir las jaulas se  me acercan. Puras palabras. Si uno insulta, otro defiende. Como en los remates,  el que grita fuerte gana. Quíteme de encima estos críos, Señor cura. Se burlan  con la sed. Quieren que los amamante, ¿con qué? si ni carne tengo. Cada agujero  su propia pestilencia. Es el aliento, sabe. Desde que tomé la comunión: la fe  en el cielo. ¿De dónde sale tanta criatura? Gimen y gimen. Dicen que les pateo  la cabeza. No es así, cuando me agacho se escapan por las tablas. Todo negro  por dentro, todo negro. Abren y tiran. A veces pienso que los tiran muertos.  
  Texto  publicado en la revista Travesías, Nº 9, Parte 2 Capítulo 10, diciembre de 2000.   
       
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