Liliana Heer

Textos

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©2003
Liliana Heer

IX. Tropismos
Por Liliana Heer




Durante el ensayo de la obra Kevin aprende a caminar. Camina sosteniéndose de sogas cubiertas por pasamanos. La idea ha sido de Iván recordando una caída que le quitó definitivamente la confianza en sus piernas. Fue después de caerse cuando empezó a morder hasta hacer hilachas las cortinas, había dicho la madre antes de un viaje.

Leonor desde uno de los extremos de la sala observa el desplazamiento del niño. Lo ve moverse sin levantar los ojos del piso, su mano junto a la soga, no se sostiene de ella simplemente la toca. En algunos trechos, olvidado del sostén, Kevin cambia de andarivel. Camina por los bordes del gran salón donde Iván dirige la obra de teatro. Uno de los gordos está acostado en el piso, la pierna derecha muy estirada; el otro gordo cuelga de un arnés: aletean sus brazos en el intento de trepar por una escalera. En el centro hay cajas, alambres, caballetes y tablas.

Cuando oye martillar Kevin cierra el puño y lo lleva al oído. Permanece inmóvil un momento luego cambia de postura y se sienta. No perdió el equilibrio, se echó hacia atrás y sentado mira.

Desde el extremo de la sala no es posible diferenciar la mancha que el niño ve. Es una mancha de sol. Al mover la mano sus dedos brillan. Con un movimiento repentino los lleva a la boca y vuelven a brillar húmedos de saliva.




Leonor camina hacia la ventana. Nunca asistió a un aprendizaje tan rotundo. Cualesquiera sean sus gestos o palabras, siente una alegría inusual. Como si pensara: esto empieza hoy pero es infinito. No tendrán límite sus extremidades, aunque la memoria pierda los andariveles sus pasos seguirán andando.

Leonor avanza pegada a la pared. Por la ventana puede ver las cúpulas del invernadero. Verde y azul los cristales. Sobresalen acacias, cactus gigantescos y penachos de palmeras.
            -Aire de las islas -dijo Iván que el marino decía, orgulloso de haber trasladado el archipiélago a la ciudad.




Desde la ventana del último piso Leonor no ve el mar, tampoco El Astillero. Necesita que sus ojos se acostumbren a la luz. Sólo si mira las nubes puede pensar que está lejos:

Ella y Kevin, descalzos caminan por la arena. Los pies del niño sin cavaduras en las plantas, de huesos finos, invisibles, violeta.
            -Pequeño Edipo de pies tibios.

Una única sombra cuando levanta al niño y se interna en el agua.
Kevin se adhiere a su cuerpo mientras Leonor nada. Avanza de espaldas y el niño por momentos parece flotar a unos milímetros de su piel.

Bajo el cielo dorado los colores se mimetizan en el contorno de la bahía. Muerden los ocres el cobalto del mar. Leonor nada hasta el muelle y advierte el contraste de superficies: la madera, el óxido de los metales. Una grúa levanta planchas de acero; a la vista solamente la parte superior, el resto detrás de las dunas.

Leonor sube al muelle y se sienta sobre los tablones, el niño a horcajadas, la respiración fuera de ritmo. Igual que en los frescos de la iglesia de su aldea, Kevin chupa las gotas que corren por su pecho: pequeña rosada lengua lamiendo agua con sal.




Kevin levanta los ojos del piso y ve a Leonor junto a la ventana. Los golpes de martillo impiden escuchar su exclamación. Mueve las manos y los pies, quiere agarrarse de la soga, está demasiado alta, entonces gatea aprisa. Mira hacia el frente, avanza unos metros pero no llega hasta la ventana porque Leonor ha ido a su encuentro.

En brazos, inquieto, tenso el cuerpo ante el impulso interrumpido, balbucea señalando uno de los rincones. Leonor ve el cisne y sabe lo que el niño quiere. Ve el cisne y empieza a cantar Valencia antes de apretar el vientre del juguete para que la música suene. Es así como por un instante todo parece posible y ambos absortos sonríen.
           
Los tambores de una danza ritual se superponen al canto de Leonor. Están probando el sonido de la primera escena. Inicialmente los gordos con cabezas y picos de cuervos bailaban. Después Iván cambió de animal, encontró a los cuervos incompatibles con el papel que los gordos representaban en la segunda escena: quiso lobos en lugar de cuervos, tres cabezas con fauces de lobos batiendo sus mandíbulas.




El niño duerme en brazos de Leonor cuando se vuelve a oír el martilleo sobre las tablas que antes le hiciera cubrir su oído con un puño. Duerme impasible porque los ruidos se escuchan a menor volumen. Esta vez no se trata de clavar bastidores para sostener dibujos de templos, la idea fue sustituirlos por transparencias. Sobre esqueletos de madera y cartón se verá una iglesia y una sinagoga, también rostros, bocas, multitudes. En realidad el plan inicial ha sufrido alteraciones, ya no es el mismo sino otro que seguirá cambiando incluso frente al público.

Para quien no presenció la fabricación de los cuadrantes, es difícil distinguir la naturaleza de los golpes. Son golpes secos a los que se une el precipitado de una demolición.
            -Y sombra de palos -agrega Iván apagando la grabadora del equipo.




Durante el ensayo de la obra, Leonor es espectadora de diferentes acontecimientos, algunos previsibles, otros inesperados, todos ajenos a la conciencia de sus ejecutantes. En esto último apenas puede reparar porque el impulso de lo novedoso le contagia un ritmo allegro vivace: los pasos de su hijo Kevin le enseñan una forma nueva de entrar en la vida.

Fragmento de la novela Ángeles de vidrio
Texto publicado en la antología La vida te despeina, prólogo y selección de Graciela Gliemmo, Editorial Planeta, octubrede 2005.