Liliana Heer

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©2003
Liliana Heer

Iniciales
Por Liliana Heer



Al enterarse de la muerte, Agustín Baret decidió enviar una corona y asistir al velorio dejando de lado la partida de cartas que ese sábado, como de costumbre, se jugaría en el club. Llegó por la tarde a la estancia más rica y menos cuidada de la zona, pensando, mientras bajaba del automóvil y se dirigía hacia la galería de la entrada principal, que nunca había visto a Nhelam fuera de su reinado.
La viuda, enternecida por el nacimiento de unos mirlos, ocupada en redistribuir los paneles de la pajarera, demoró en verlo. No estaba elegante como en la iglesia, sin embargo su porte evidenciaba mayor prestancia. Un girasol desgranado se interpuso entre ambos, Bertha lo apartó y se saludaron. Los años de invalidez de Nhelam habían saturado las aptitudes de enfermera de esa mujer, o la muerte le producía alivio -reflexionó Baret. Como adivinan­do, ella confesó tener sueño.
-Todavía sigue en la cama. Augusto encargó un cajón con la madera del roble cercano al potrero de lino. Le pareció que el padre merecía descansar en su propia tierra. Lo cortaron esta madrugada, mañana lo traen.
El abogado conocía poco de estacionamiento de madera para ataúdes, por eso contuvo sus deseos de intervenir haciendo alguna acotación sobre los riesgos de la madera verde y el humo que despide. Tratar ese tema con alguien ajeno al oficio era inútil. El recuerdo del panteón familiar le planteó otra duda, de manera que sin creerse hombre de excesivos prejuicios, encontró arbitra­ria la idea del roble. Este pensamiento lo acompañó durante su ingreso a la sala con forma de "T" y numerosas aberturas de un verde inglés descascarado. Transpuesto un extremo de la parte superior de la "T", dominó la habitación. En el costado izquierdo, junto a la chimenea apagada, se reunían los más jóvenes. Las espaldas de algunos daban hacia una escalera. Entre los primeros escalones, un par de niños o un niño y un perro instalaron un laberinto de palos y ruedas. Alrededor de una mesa ovalada dispuesta sobre el costado derecho, tres figuras con objetos en las manos, a una primera mirada provocaban la impresión de estar rezando. Se acercó y dedujo que compartían otra clase de oración. Uno de ellos leía un periódico, los demás preguntaban: "Llegare­mos a la cuarta", "La última vez, ¿cuánto hizo?", "Estuvo en la estancia el año pasado, ¿verdad?"
El conjunto de las tres figuras sentadas era hermético. ¿De qué estarían hablando? La cuarta podía ser una sinfonía o una carrera de caballos. La pregunta "cuánto hizo" no daba pie a muchas fantasías. Si no se trataba de dinero, ¿a qué estarían refiriéndose? Pero, tomando en cuenta los caballos, no estaba claro el paseo por la estancia Que, en la tercera pregunta aumentaba su incertidumbre -"¿Por qué preguntan en voz alta y la respuesta es inaudible?"-. Cuando giró de ángulo su curiosidad encontró un pequeño tubo insertado a la altura de la nuez y gestos de ausencia de laringe.      
En el otro grupo hablaban más alto; se superponían dos voces. Una mujer describía su rechazo hacia la ubicación en bares cuando no conseguía sitios contra la pared. Un joven de rostro similar al muerto contaba el origen de una estatua y las vicisitudes de sus labios emergiendo en contraste a los pesados adornos dorados. Mostraba fotografías, según él obtenidas sobornando al encargado, superiores a las diapositivas en venta del museo.
-Aquí vemos las hojas de la tercera vuelta del collar. Cada nervadura reproduce la cadena. La segunda es un ensamble y en la primera conserva el diseño del turbante con estos motivos que parecen pezones.
-¿Qué decías de los labios? No entendí si fue un descuido... -No creo que haya sido un descuido. Hubiera necesitado estar con alguien de confianza para preguntarle qué veía. Yo dije: el rubor de sus labios fue apareciendo a medida que la miraba. Era ámbar, luego brillaron. Con seguridad, tocando su boca mis dedos se hubieran humedecido. Y ahora, el mismo efecto pero al revés mientras papá moría. Por eso hice talar el roble. Al lado de esta estatua... ¡no! ...ustedes no entenderían. Primero silencio, luego algunos murmullos ocuparon el lugar de la voz de Augusto, que se incorporó violentamente, llenó con cognac una copa color humo y se replegó en un asiento apartado. Imposible comprender el significado de la última frase. Agustín como los restantes, permaneció callado ignorando si también compartían su intriga por la madera verde. Inquieto encendió un cigarrillo. "Debería haber mozos como en los casamientos. ¿Por qué la amabilidad decrece de acuerdo al tipo de desenlaces? Todo cambiaría con una copa entre mis dedos. Voy a seguir los movimien­tos de Augusto, va a oler mi sed". Su mano extendida interrumpió la elucubración:
-Te acompaño, muchacho.
Con expresión absorta en un primer momento y luego amiga, Augusto interpretó el ofrecimiento como un bello gesto, aunque antiguo, emocionante. De pequeño, en la iglesia, varias veces había escuchado a su madre decir: "Le acompaño el sentimiento". A su lado, sin entender el silencio, Baret observó el ascenso de la copa hacia los labios mientras su mano apagaba el cigarrillo y encendía otro. Augusto comenzó a hablar, explicó el recuerdo de aquella expresión, ahora plena de sentido.
-Una noche como ésta debe ser muy bien tratada -esbozó Baret palmeándole el hombro-. También te acompaño a beber. Sin padre, qué sensación tan extraña no tener padre, y no piense que estaba engañado, sabíamos que iba a morir, hacía tiempo que sus hábitos de Nhelam estaban perdidos, pero aun en la cama era mi padre. De a ratos, olvidaba su enfermedad y arremetía con sus impulsos de inventor. Quiere que le diga la verdad, no sé qué siento, solamente es muy raro. Tampoco sé si hubiera sido lo mismo de enterarme en Europa; no creo en las palabras de mi madre: "Te esperó para morir". Si a alguien hubiera debido esperar es a mi hermana, y todavía no ha llegado... Durante estas noches estuvo llamándola y no le avisamos porque varias veces lo hicimos en este tiempo y al llegar, lo distraía de su muerte. Hasta las cartas de Adela... También pensé: llama a su madre.
Agustín, saboreando el licor se sintió compulsado a acotar:
-Las muertes naturales no son mi especialidad. En nuestra familia no se acostumbra a morir así, los decesos, que por cierto no abundan, tuvieron su origen en accidentes. Dentro de ellos involu­cro suicidios, por supuesto.
Encontrarse empeñado en clasificar le resultó chocante; primero personas más o menos cercanas a un oficio, después desenlaces y ahora muertes. En los relatos leídos o presenciados sobre las particulares noches de reunión alrededor de un cadáver, nunca había guardado semejante actitud. "Esta sensación que comparto con Augusto, a pesar de no haber perdido nada, es extraña, sobre todo sin el féretro con los velones y el gran Cristo en un ángulo. Aquí no parece haber muerto nadie."
Augusto también permaneció pensativo. La proximidad de Adela, sus nombres, dibujados con la misma inicial, más penetran­tes si su memoria los unía a un poema extendido en la concurrencia de vocales, lo hizo feliz. Empezó a repetirlo en voz alta sobresaltan­do a los presentes. Baret experimentó alegría por ese acontecimien­to inesperado y un brindis siguió al último verso:
-¡Por Adela!
Agustín miró hacia la mesa ovalada, las tres figuras mayores continuaban su oración. ¿Qué tendrían en las manos? Eran muchas las preguntas que deseaba hacer pero temía alguna conexión entre la historia de los viejos y el padre muerto. Su atención se inclinaba hacia Adela, recordó a los hermanos en una yerra, él observaba la figura de Nhelam, el rostro, el silencio, también las afirmaciones desconcertantes. Nunca antes de aquella noche creyó reparar en esos detalles. Para retomar el tema prolongando el brindis comentó:
-Son diferentes ustedes dos.
-Si no entendiera que no es nada fácil tratar bien a una noche como ésta, y fíjese cómo lo recuerdo, con la misma dedicación que a los poetas, intercalaría una conjunción: "¿y?", usted, seguramente no pasaría un buen momento; sin embargo, prefiero rogarle que no nos vea tan distintos. Parecerme a Adela significa más de lo que usted o papá puedan imaginarse.
-En serio lamento mi comentario -atinó a disculparse Baret, y especulando con la sinceridad del joven, decidió obrar de igual modo-. No sabía cómo hacer para preguntarle por Adela, entonces se me ocurrió esa trivialidad a propósito de una fotografía: Adela está sobre una yegua y vos al costado haciendo ademanes. Saliste movido.
-¿Sobre una yegua? Sí, hace una punta de años. Conozco a pocas personas que monten mejor que Adela, pero ese animal era un peligro, se acuerda que había tirado a dos, ¿no?
-Claro, ése fue el motivo de la foto, supongo. Adela, de un salto, ante el temor de todos galopó hacia la laguna. Varios salieron a buscarla.
Aprovechando el interés que los ojos de Augusto no oculta­ban, Baret se sirvió otra copa y atrajo la botella para su lado.
-Muchos salieron a buscarla pero yo me quedé para que volviera antes. Cuando usted comentó: "Saliste movido", traté de recordar y es verdad, no conozco esa fotografía pero seguro que temblaba.
-Fue Enrique, un artista hurtando intimidad. Me imagino su sonrisa...
Agustín se felicitó, aunque nombrar a su hijo era un riesgo y apresuró una pregunta para no recibirla:
-¿Temblabas?
-Sí, temblaba -cambió la copa de mano y lentamente la vació-. Si me sacaran una foto ahora también saldría movido, pero aquella vez tenía motivos. Adela..., ¿por dónde empezar? Va a llegar en cualquier momento. Fui un idiota, sin duda un idiota.
Agustín decidió no intervenir. Si bien se le ocurrían frases tranquilizadoras, respetó la turbación del joven y se dispuso a escuchar.
-Yo dije "hace una punta de años", ¿cuántos fueron real­mente?
-Hará no menos de cinco... fue un día imposible... el viento...
-¿Cinco años? Entonces Adela... tengo los recuerdos mez­clados. Adela se divorció... se fue de casa, bueno, eso fue antes después se volvió a ir, entonces a la capital. Su cálculo está bien porque coincide con el mío -con expresión abrumada entrecruzó sus dedos alrededor de la frente-. Ya no sé ni hablar. ¿Alguna vez habló con Adela?
-Hablar como lo estamos haciendo nosotros ahora, no. Cambiar dos o tres palabras en distintas oportunidades, por supues­to -y sin temor volvió a incluir a su hijo-, fueron compañeros de estudios con Enrique de manera que algo la conozco.
-No quisiera contrariarlo pero no creo que la conozca, tampoco Enrique, aunque sea de los que piensen que estar con una mujer en la cama es conocerla.
Agustín Baret puso la mano sobre su mejilla como si le doliera una muela. "Enrique en la cama con una mujer, con Adela, todo tan disimulado, yo me cuidaba de nombrarlo, por qué iba a ser un riesgo, ¿habrá presentido algo? Desconociendo estas habilidades lo llamé artista, todo se torna familiar, pero necesité un velorio para recono­cerlo. No es igual tomar unas copas en el club con los carcamanes de mis amigos que hablar con este muchacho. No pienso cuidarme más, voy a decir todo lo que se me ocurra, total tiene encima más alcohol que yo y aunque no fuera así, hoy no me importa." Hizo un gesto a su acompañante y otra vez las copas, una en cada mano, estuvieron llenas.
-¿Estás seguro que Enrique con tu hermana?
-Como para no estarlo si yo los vi. Para Adela acostarse con alguien no significaba nada; hace unos años, después fue diferente. Un movimiento de personas los distrajo. Bertha, de pie, sin dirigirse a nadie, pidió que la despertaran si había novedades. Algunos jóvenes aprovecharon para despedirse de Augusto. Una mujer encogida de hombros y aspecto cortés preguntó por la hora del entierro y quedó sorprendida al enterarse de que sería en la estancia, sin ceremonia. Las tres figuras mayores habían desapare­cido.
-Yo también estoy cansado, sin embargo no pienso acostar­me -afirmó Augusto en tono de reproche-. ¿Va a mostrarme la fotografía?
-Voy a regalártela, después de todo, ¿para qué la quiero? -¿Quiere que le saque una fotografía ahora. Así se 1a cambio, traje una máquina muy buena en este último viaje.
-No, no quiero nada. Nada de fotos. ¿Y vos, te acostaste con Adela?
-¿Así nomás? No lo hubiera esperado. Nunca imaginé que alguien pudiera hacerme esa pregunta. Usted sabe ir derecho. Sí, me acosté con Adela. La primera vez no arriesgué nada, yo no tenía experiencia y me fuera como me fuese nadie se iba a reír de mí. Después, comparándola con otras mujeres, ninguna me gustaba. Durante años he pensado sólo en ella... Para Adela no es igual. -¿Cómo? No entiendo.
-"No soy el hombre de su vida". El día de la yerra fue la única vez que me sentí necesitado. Y no sé, como un idiota no fui. Me dejé convencer o eso argumenté luego. No sé bien qué pasó, yo quería irme a vivir con ella, teníamos planes... ¿Por qué no habré ido?, después empecé a viajar como un loco, no le creí, tuve miedo de que me llevara por desesperación, y después, ¿qué hacía en una ciudad grande, sin amigos, siguiéndola como siempre?
-Así que encontraste a Enrique con Adela, ¿dónde?
-¿Otra vez con lo mismo? Comprendo, es su hijo, pero lo prefiero mil veces a usted. ¿Sabe qué hizo al verme? Me pidió disculpas, y a Adela le dijo que no pretendía engañarla, que... "en fin"... que lo considerara su mejor amigo.
-¡No contés esa parte que no me gusta!
-¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo saber qué le gustaría escu­char?
-Perdoná no me dijiste dónde. ¡Quiero oír el lugar! Augusto se incorporó, inclinó la cabeza con sumisión, giró el brazo derecho alucinando un cetro -la mano autoritaria de una estatua- y exaltado silabeó:
-Junto al tanque australiano, Su Majestad: -Sentate. ¡No te excedas!
La solemnidad que había cobrado el episodio les causó gracia. -Esto vale un brindis -convidó Baret.
-¡Por Adela! -repitió Augusto interrumpiendo el ofreci­miento en latín que Baret había comenzado izando su copa con ambas manos y tono bajo, de incienso.
Volvieron a reír, luego permanecieron callados.
Agustín intentó calcular la hora en su reloj de bolsillo, sin éxito. "¿Dónde lo habré dejado...?" Deben ser las cuatro de la mañana y estoy más despierto que al llegar. Bertha no aguantó, el muchacho tampoco, ¡cuánta arteria irritada! Nadie puede calcular la duración de una agonía por las noches, temiendo su muerte, esperando que muera. Y yo, ¿qué estaré esperando? Voy a tomar un trago. ¡Esto sí que es vida!, tener el tiempo cambiado. ¡Qué mundo loco!, decía la prostituta de una novela detrás de una pared, riendo, con sus pasos breves. ¡Qué mundo loco! La sorpresa de la joven al preguntar: "¿A qué hora es el entierro?" Todos preguntan por la hora. Los Nhelam van contra cualquier disposición, ¿quién va a decirles algo? Tienen una capilla, pero Augusto aclaró: "Sin cere­monia". Como decíamos de jóvenes: "En el valle de los príncipes negligentes: oro, grana, blanco, azul intenso, madera pulida, már­mol, esmeralda, hierbas. Nada acalla el sabor de aquel enorme sexo palpitante".
Una mujer de cabellos largos, con rizos y rostro besado en sueños entró al salón. Postura, dominio, sólo las verdaderas actrices transmiten el sufrimiento sin contraerse, sin llorar.
-¿Dónde está papá?
Nadie respondió. La pregunta era por un vivo, poco odian informarle. Quizá no esperara respuesta; entraba en la casa paterna con ese estilo. Guiada por los acordes de una fuga empezó el ascenso. Baret tocó el brazo de su compañero, vio su boca entre­abierta, dormida; hubiera querido contemplar el encuentro, imagi­narlo no era simple, Esperó. No podía retirarse y dejarlos como si nada hubiese ocurrido, por eso con firmeza sacudió a Augusto:
-¡Adela te necesita!
Con velocidad torpe abrió los ojos tratando de incorporarse. -Cómo... Adela ¿dónde está? ¿Llegó mi hermana?
-Sí, hace alrededor de una hora.
-¿Por qué no me despertó?
-Intenté hacerlo pero no reaccionabas.
-¿Dónde está Adela?
-Y yo que decía: Ustedes no se parecen... realmente estaba equivocado, hablan igual.
-¿Usted está loco o yo no entiendo?
-Sencillo: siempre dos alternativas.
Agustín Baret intentó acercar su copa. Tenía las manos húmedas. Sintió calor. Sorprendido de tener aun puesto el saco, se lo quitó. Dos aureolas de transpiración aumentaron su molestia.
-¿Por qué tengo ganas de golpearte? Yo nunca golpeo a la gente.
Augusto subió con lentitud los cuatro primeros escalones; en el quinto se tomó del pasamanos, giró sobre su piernas y con tono ceremonioso afirmó:
-Abogado, me veo en la obligación de decirle que usted está borracho.
Continuó subiendo con cuidado, apoyando los pies en cada escalón como si temiera caerse. Otras veces, al escuchar lo mismo hubiera replicado: "Borracho es una palabra", esta vez no tuvo a quién decírselo. Inclinado, con los brazos sobre las rodillas apoyó la espalda contra el sofá y sintió un escalofrío. De pronto se le ocurrió que arriba podían necesitarlo. La resolución de subir no fue bien recibida por su cuerpo. Comenzó a desplazarse con torpeza similar a la de Augusto. Mientras caminaba hacia las escaleras observó el diario sobre la mesa ovalada. Los tres objetos, motivo de intriga en algún momento, estaban escondidos. "¿Dónde está Adela? Hablo como si fuera de la familia. Si se quedó dormida Augusto va a despertarla". Al llegar al descanso tropezó con una cesta grande, protestó y siguió subiendo. "Es una noche de encru­cijadas". Pensó en Gary Gilmore y su última petición: "Cambio la cerveza por morir de pie y con la cara descubierta". Dio dos o tres pasos por el corredor. Frente a la primera puerta, al arrimarse sintió un fuerte olor a medicamentos. Contrarrestó el sabor agrio de su garganta encendiendo un cigarrillo. Después, asomó su cabeza a una habitación apenas iluminada; había una lámpara cubierta por una prenda oscura y dos niños dormidos. La puerta siguiente estaba cerrada. Caminó, para volver de espaldas sobre sus pasos e hizo una mueca evocando a Caronte, transportaba a Nhelam sin óbolo debajo de la lengua. "Debería sacrificar cabras negras, ofrecer su sangre al tribunal a cambio de oír su destino... Hay tantas piezas y nadie se acerca. En una está el muerto. Hay una pieza donde Bertha sueña con dormir, otra donde Adela... ¿Y si solamente hubiera dos? En una no entraría porque duermen; abro la puerta y están los tres: Adela sobre el padre, trata de convencerlo de que viva o de convencerse de que murió. Parado, Augusto la mira incrédulo. Y yo quién soy."
Bajó las escaleras rápidamente, atravesó el living, recogió su saco tirado sobre el sofá en una posición ridícula. Ácida, su saliva le inundó la boca. Salió a la galería. Estaba amaneciendo. El aire fresco en un primer momento lo alivió. Respiró hondo pero una arcada lo obligó a tomarse de la pajarera. De un puntapié apartó la bolsa de girasoles. El ruido del líquido al caer o las salipicaduras despertaron a los mirlos que, inquietos, aletearon tropezando contra los alambres de la jaula.

Texto publicado en Esas Malditas Mujeres – Cuentos de escritoras  latinoamericanas contemporáneas - Con selección, prólogo y notas de Angélica Gorodischer, Editorial Ameghino, 1998 y en Revista de Literatura Hispanoamérica número 45, USA, 1986.