Liliana Heer

Narradores

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Liliana Heer

Sin guantes
Por Liliana Heer
Texto leído en la presentación de la novela Clandestinidad
(Editorial Interzona) de Gustavo Dessal
Centro Descartes, Bs As, 10 de Noviembre de 2010

 

La ficción permite construir a ritmo caleidoscópico el más allá de juicio alguno, lo que se cuela por ominoso, fuera de quicio. Perspectiva, tema y estilo son tres caras en las que un texto muestra su política.
Voy a citar algunas obras, frases, comentarios cuya función es volver presente la última dictadura militar, para referirme luego a la novela que hoy nos convoca. El núcleo interrogante se reitera: cómo volver polivalente el combate de la palabra.
Alicia Kozameh en Pasos bajo el agua, 259 saltos, Uno inmortal y Ofrenda de propia piel escribe su experiencia de presa política con lucidez poética sirviéndose de una escritura matizada de tonos.
"Si insistimos en los cuadros psiquiátricos de los torturadores perdemos de vista el eje central de la problemática: la tortura como institución", decía Eduardo Pavlovsky refiriéndose a El Sr.Galíndez.
En su valiosa obra, Pilar Calveyro investiga el testimonio de víctimas revelando el engranaje de los campos de prisión y la simultánea complicidad social.
Luís Gusmán, en Villa ubica en primer plano a un médico que asiste a los torturadores en los años previos al golpe. Transmite los amplios vaivenes de la pertenencia al sistema.
Martín Kohan empieza su novela Dos veces Junio con una pregunta que opera de faro: “A partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño”. Un conscripto cumple el servicio como chofer. Indolente ante las circunstancias que lo rodean, no ve y cuando ve se recompone.
María Teresa Andruetto, a través de un escribiente, detalla las múltiples declaraciones expuestas por testigos sin atisbos de autocrítica: La Mujer en cuestión. Peso, altura, color de ojos, hija de, casada con… Datos sumados como escamas. Novela en la que se documenta el abuso de poder en su políticamente correcto esplendor asordinado.

Como el loro de Roussel, me encuentro atada al sentido por el peso de la historia, una manera de bailar sobre un volcán en erupción. ¿Será posible radiografiar el horror sin un plus, exhibir lo abyecto sin confusiones?
Ante el interrogante del cómo contar, Gustavo Dessal elige dos recursos, los despliega. Uno es el diálogo -la hija (que no es su hija) interpela al padre. A este recurso se suma un narrador en tercera cuya función es expandir el laconismo paterno, dar letra al silencio, volver consistente la inconsistencia,  poblar de pensamientos la deriva de un protagonista sin voluntad de elegir.
Después de haber sido parte auxiliar del aparato represivo, logró permanecer invisible más de veinte años hasta que una casualidad, en el colegio de la hija alguien conocía a su novia militante desaparecida. Pulverizada la mínima intención metafórica, los hechos persisten fijos, inmutables, hielo en las pupilas. Una manera de borrarlos, perderlos como la fotografía que le tomó a la novia cuando fueron a Tigre.
Hay en esta construcción un hallazgo que genera la paradoja de acercar y alejar. Así como el diálogo esboza una leve ilusión de inmediatez, ansias de conocer aunque más no fuera la overtura de un discurso falso, la descripción puebla esa inmediatez de pegajosa ajenidad.

“Sí, eres mi hermano y todos vosotros sois mis hermanos. Pero ¡qué gusto terrible tiene a veces la fraternidad!”, Albert Camus.

”Él no emitía juicios, y su ignorancia le servía de coartada para exonerarse a sí
mismo de cualquier duda moral. No odiaba ni condenaba, y no hubiera podido hallarse en él la más mínima traza de ideología que justificara o estimulase sus actos. Era neutro y sin opinión, por lo tanto no afirmaba ni cuestionaba nada…. Jamás preguntó la razón por la que sacaban a la gente de sus casas y la llevaban encapuchadas y con las manos atadas al Hospital, donde una vez adentro se la sometía a tratamientos especiales. Jamás preguntó quién era este o aquel, cuál era el motivo, de qué se los acusaba, o si existía alguna ley que diese razón de todo aquello. Conocía muy bien cómo era el final de ese viaje que empezaba con el derribo de una puerta y acababa en alguna fosa sin nombre o en las aguas cenagosas del río tamaño de mar”.

Clandestinidad es un desafío del autor, del lector, de los presupuestos que conforman la tensión argumental. Una miríada de factores reverbera en el perpetuo sin sentido de un protagonista a quien la nominación sujeto excede. No por necesidad de encuadrarlo dentro de una estructura clínica sino por dificultad de acceder a alguien incategorisable, contaminado de rasgos entre los cuales el ritornelo del grado cero perverso y su contrapunto debilidad mental resulta insuficiente.
Esa línea negra de inhumanidad de la lengua roza la garantía última de la humanidad del lenguaje precipitando riesgosas zambullidas que alcanzan al léxico y la sintaxis, enlazan el verosímil a lo verdadero apelando a una tradición antilírica, antimística, de ahí su potencia.

¿Será el mal por el mal del que hablaba San Agustín después de robar con sus amigos las peras que no comería porque en su jardín había perales?  No, tampoco se trata de libre albedrío, ni está planteado como consecuencia de las incendiantes luces de la razón ni como asalto de lo irracional. El diseño es distinto, ajeno al divino marqués, a la obediencia debida, a la banalidad del mal. Constancia sin quiebre, inconmovilidad sin atenuantes, impotencia sentimental. Formas reactivas aquilatadas por el resentimiento -Nietzsche. Filósofos y teólogos ven en el mal un reto sin parangón, una manera de poner en entredicho la exigencia lógica de no contradicción.

El protagonista siempre siente frío, tiene escasos gustos, pocos placeres, sólo ciertas comodidades -se casa por esa razón-, apenas come, apenas duerme, el arte no lo inmuta, no se apasiona, no se interesa. Prefiere callar, omitir, esconder. La primera escena de ocultamiento es temprana, como consecuencia de una infección pierde la escucha de un oído, su familia no lo sabe, la maestra no lo sabe, nadie lo sabe. Un compañero de segundo grado, Ojeda, lo descubre y comienza a chantajearlo. Entonces, roba por no hacer pública su falta, se deja maltratar, permite que lo abuse sexualmente. Hasta que enferma: “Es lindo estar enfermo, cuando sea grande voy a vivir en un hospital”. (A los significantes no se los lleva el viento, su anhelo se cumple, de grande operará en un centro de detención al que denominan Hospital). Durante la convalecencia infantil, planea asesinar a su enemigo, imagina la venganza, primero verbal, luego recorre posibles muertes, imagina, lo ahogará, lo apuñalará, una, varias veces. Sus planes no se llevan a cabo, la familia Ojeda se muda. Nunca le ocurrirá nada igual, nadie volverá a conmoverlo. Perder el acicate extorsivo volverá a instalarlo en un limbo.
 
Gustavo Dessal bosqueja un singular artefacto. Mimetizado el narrador al personaje y el personaje a la privación de afectos, todas las hipótesis, conjeturas, teorías, interpretaciones caen del lado del lector. Obra en abismo, ajuste de cuentas con el apremio por entender, contra la compulsión a velar o esgrimir remansos paliativos. Obra por numerosas razones absolutamente inolvidable. Como en una novela policial, el azar en Clandestinidad llama a la puerta tres veces, tendrán que disponerse a leer para encontrar la tercera.