Liliana Heer

Ficción crítica

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©2003
Liliana Heer

Cicatrices 
Por Liliana Heer
Texto leído en la 1 Feria del Libro EOL Urbana
Mesa Sobre “Libro Marcado – Huellas de Lectura”
Buenos Aires, sábado 16 de octubre, 2010

 

Fuera de la capilla, las confesiones despiertan recuerdos herejes.
La virgen jugando a la baraja saltó desde un rincón del pasado. Sí, el azar del nacer en una familia de volados o con vuelos -como gustéis diría el bardo. Infancia plena, leer en voz alta, pensar que los mayores saben, no saben. Fue así, en medio de una lectura aventuré entre una y otra palabra: Estaba la virgen jugando a la baraja. Obviamente debe haber caído muy fuera de contexto porque para mi sorpresa el injerto produjo carcajadas. Quizá esa haya sido la primer asociación libre pública, también uno de los ejes recurrentes en mi narrativa -hay abundancia de vírgenes, Leonor en Ángeles de vidrio; Belén en Pretexto Mozart a quien uno de sus novios le decía: estás lacrada; el epígrafe de Neón: ella cose el himen de la novia de los presos. Extraños procederes himeneicos. Hay una virgen en El sol después, tiene tres manos.
Debo a la conjunción entre aquella ocurrencia y la hilaridad de los espectadores mi adicción a la lectura. La conjunción de mi nombre y apellido, respetando el consejo sarmientino: La hache es muda, hicieron el resto, lheer.

Reconozco diferentes grados y naturalezas de lectura:
Un lector inteligente debe poner las palabras en escena, decía Mallarmé.
Un lector intuitivo supone relación, espera, se asemeja a la garrapata de Deleuze dejándose caer en el momento justo sobre su presa.
Un lector tiernamente patético pide explicaciones.
Un lector vampiro sorbe, contamina, hinca el diente distraído y apasionado, suele ser insomne, vibra.
Confieso que espontáneamente me paseo por estos universos y sus derivados.
Tomé de mi madre la costumbre de dibujar signos musicales en los márgenes. Aun hoy, si un fragmento me gusta dibujo una corchea. Marco, subrayo, anoto, circulo, espiralo. Primero lo hacía sin saber lo que hacía, prendada del argumento, después empecé a marcar los ritmos, el tono, la sintaxis. Ya no diferencio lectura de estudio, leo en Bergson, en Lacan, en Nietzsche su narrativa. Al tachar lo relaciono con un cuento de Borges, en la biblioteca de Memphis, la primera enciclopedia de Tlön prersentaba tachaduras, la función: exhibir un mundo que no fuera demasiado incompatible con el real.
Si una frase, un concepto, un pensamiento me conmueve lo copio, lo copio en cualquier papel, luego, ese subrayado  forma parte de las irrupciones salvadoras. Por ejemplo: cuando me aburro invoco: “La soledad conquista”, Buxton.
Ante situaciones ásperas: “Yo dormía en los labios de un poeta”, Shelley.
A modo de implicación irremediable: “Si un rayo parte a  un árbol la culpa es del árbol y no del rayo” Nietzsche.
Puntuar es lo más difícil del mundo: “Llovía. No agua; llovía, no nieve: cenizas”, Antonio di Benedetto.
El comienzo de Giacomo: un primerísimo primer plano que precipita la imagen afección para ténuemete ampliarse:
 “¿Quién?
Un pálido rostro envuelto por espesas pieles olorosas. Sus movimientos son tímidos y nerviosos. Ella usa monóculos
: una breve sílaba. Una breve risa. Un breve latir de párpados.”
A veces juego con esa traducción, ¿no sería mejor “un breve batir de pestañas”?
“En todo caso una única frase indistinta que arranque con la palabra lentitud”, decía Néstor Sánchez, luego descubrí que es la primer frase del primer capítulo de Cómico de la lengua, titulado Historia universal de la infamia.
De pronto asoman escenas que yo misma escribí, esta semana me da vueltas el comienzo de La tercera mitad: Había tantos ahorcados como en el hueco de mi mano.
También está el auxilio de las teorías, las modas, desde leer en crudo al grado cero, el placer y el goce, lo menor en Barthes; las viseras, la diseminación, el histos derrideano; el sentido y el Sentido siguiendo a Julia Kristeva; qué es anterior, la cicatriz o la herida se pregunta  Auerbacha a propósito de Ulises;, el exceso, lo sagrado y lo maldito en Bataille; el alerta ante los propios prejuicios, Gadamer; los devenires  bergsonianos, benjamineanos, kafeanos, deleuzianos y cada escritor y cada libro que en su escritura engendra una experiencia de lectura inédita. No olvidar que “Horacio, pensando en lo imposible habló de cisnes negros”, ni los tigres transparentes ni las torres de sangre, tampoco el I Would prefer not to.
Cuando escribo se alteran mis lecturas, de pronto todo tiene que ver, después no, después sí. Lo leído se deforma, se transforma, brilla, muta, embadurna, viola. Me parece imposible leer sin corregir mentalmente, sin hacer anotaciones, sin tachar. Pero tengo libros sin marcas, una ilusión de tiempo blanco: “estado de escritura”. Sé muy bien qué libro voy a volver a leer, dos cinco, cien veces y cuál me desencanta desde el título, desde el primer párrafo.

Prensa

Página 12
Revista Ñ
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