Liliana Heer

Contratapa
Fragmento
Premio Boris Vian 1984
Presentación
Reseñas

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©2003
Liliana Heer

Bloyd
Legasa, Bs.As., 1984


Yo dormía en los labios de un poeta.


Shelley


Voy a desprender la insignia de mi chaqueta para que la conserves. Quiero, más allá de lo que resuelvas, que ocupe el lugar donde preferíamos encontrarnos: en el desván hay un maniquí que ahora está recostado contra la pared pero en otra época vestía mi uniforme. Ya ni siquiera me siento un holandés, y si guardo la insignia es por los seis rayos que la cruzan, seis rayos que yo multiplicaba para demorarte contando quimeras. Quiero también que no leas estos papeles sólo una vez como es tu costumbre, una de tantas costumbres que nunca compartí y quiero que alteres.

Voy a contarte el valor que para mí tenían aquellas quimeras que dilataban el tiempo y hacían que te olvidases, que creyeras que recién habías llegado cuando en realidad era muy tarde y tu tardanza se convertiría, iba a escribir: en algo difícil de justificar o injustificable, pero hice una pausa al pensar que, sobre todo, tus tardanzas eran injustas, de uno y otro lado. ¿Cómo soportar que alguien de quien no se puede prescindir se vaya? Tenías que irte "Mi señora", aunque no fueses mía sino mientras en el desván te iba reteniendo.
Recuerdo que la primera historia fue acerca de mi padre, yo ensayaba una frase que me apresuré a decir para que no comenzaras a vestirte, era una frase grandilocuente que detuvo tus movimientos dándome ánimos. Creo haber dicho: "Soñé con mi padre pero eso nunca pudo haber sido, él murió joven, cuando yo era apenas un niño, sin embargo él era viejo y se encontraba en una sala de hospital, situación también absurda porque jamás hubiera aceptado atención alguna que no fuese privada. Estaba en un hospital, en una cama, lo vi viejo y mortalmente triste acariciando a la enfermera que suministraba el último calmante de la noche. El acariciaba un fragmento, siempre el mismo, acariciaba la uña del dedo pulgar de la enfermera". Imaginé tantas veces la escena del hospital, que luego soñé con algo semejante pero no me atreví a hablar, porque tus condolencias, la impresión que causó esa mentira, me produjo un efecto raro. No puedo decir arrepentimiento, quizá lo contrario, júbilo al comprobar que dependía de mí algo de lo que sintieses. Por eso debía dosificar mis relatos, no siempre sueños o historias de familia, también escenas con otras mujeres que te causasen dolor o versiones sobre ceremoniales: crear un punto neutro entre la curiosidad y el miedo. "Ritos, sacramentos, liturgias, artificios del canto de los salmos, lógica de la combustión interna, oscurantismo", escribí después de la reflexión anterior, intentando ejercer cierta clase de dominio, generar un eco donde como espectador reconociese la esclavitud que producían mis palabras. "Dios ha de ser gozado", repetí en voz alta, aunque supiese que mis mayores esfuerzos tendrían menor inventiva que la naturaleza en el acoplamiento normal de los crustáceos. Así me apropié de una historia de amor, diciendo que años atrás había resuelto comprar una mansión en la bahía, sólo para ver apagar todas las noches las luces situadas en la otra orilla, donde la mujer que amaba vivía con otro hombre. Describí minuciosamente la casa como alguien que además de habitarla ha fijado en cada ángulo la imagen de un pasado no existente en la memoria sino en la desdicha de un deseo imposible de concretarse. No sabía con exactitud, pero sospechaba el carácter contradictorio que podría llegar a tener tu reacción: sentimientos opuestos, no necesariamente favorables, "exceso de melancolía", "morbosidad'', síntesis de un supuesto juicio que traté de anular hablando de otro personaje. Un anexo improvisado con la ilusión de impedir que me convirtieses en amante dolorido en lugar de tímido, aventurero o mirón que evoca sin dificultad, de un extremo al otro de la orilla, la profecía de una derrota. Pero no sería el anexo aquello que despertara tu intriga, preguntaste por la mansión, pedías detalles, señas que te permitiesen dibujarla; y yo, inexplicablemente comencé a referirme al portal, compuesto por dos mitades: un Dios hermafrodita, la hoja derecha femenina, la izquierda masculina, sentado sobre un trono en forma de medio arco con el escudo de los seis rayos en el centro. Después del portal delineé la muralla cubierta de mosaicos; pretendía alejarte de la mansión, ilustrar una escena que no me encerrara en un sitio donde como un náufrago esperase el altibajo de las luces; también hablé del primer dueño, al que no conocí pero de quien había trascendido su talento para leer en las vísceras de los peces y las aves el destino.

Recuerdo que al escuchar esas palabras una vena de tu mano se debatió palpitando repentinamente y experimenté un miedo que todavía hoy persiste en mí, el miedo vesánico a que sufrieras un accidente que te quitase la vida. Sin embargo, superpuse a mi estado la promesa de contarte, de la manera más expresiva, similar a la forma en que me hube enterado, el mito que rodeaba la región. "Él leía las vísceras de los peces y las aves, en cuclillas sobre la arena, rodeado de mujeres vestidas de negro, impacientes ante la revelación de un secreto. Desde la flema tibia que separa plumas de escamas, cada una sabía cuándo esos temblores la convocaban anticipando el futuro. Los animales, dispuestos sobre una estera de juncos, atados vivos, se arremolinaban y sacudían; los pájaros picaban a los peces y sus ojos quedaban lacerados por la vibración de las aletas". El hombre que lee, dicen que ahora habita en una cueva y usa sus piernas sólo para arrastrarse hasta la orilla, sentado sobre sí mismo, en horas en que las aguas aún no han comenzado el avance hacia la tierra.

Quiero que sepas la importancia de aquella noche: en adelante quedaría grabada para cada uno de nosotros con imágenes distintas; mientras en tu memoria giraría alrededor de dos ejes -el dolor por los celos de esa mujer custodiada por mí sin sospecharlo, y la incertidumbre de encontrar cifrado en una víscera el porvenir-, en mi obsesión tomaría un camino inesperado. El recuerdo de la vena debatiéndose con ella misma, alterada y caótica, me condujo al abisal universo donde no existen enemigos palpables contra quienes luchar. No sería el tiempo de las horas, en el sentido que perseguía al retenerte, aquello que a partir de esa noche me ocupara, sino el tiempo que, al descubrir el círculo de fragilidad y arbitrio por el que estabas signada, debía conquistar. Pensé conseguir un objeto sagrado que tuviese la virtud de evitar tu muerte repentina, pero no era un fácil propósito; desconocía, más por incredulidad que por ignorancia, el poder de las piedras, de otro material me resultaba increíble concebirlo. Únicamente algo proveniente de una energía suprema como el rayo, podría romper, invalidar el presentimiento. En mi búsqueda elegí unos pendientes de betilo, piedra alzada por Jacob, habitáculo divino, pilar del mundo, núcleo de la inmortalidad, oráculo que cumpliría la misión de prevenirte. Elegí pendientes porque siendo dos, mi temor a que los extraviases disminuía. "Quiero -creo haber dicho, ante tu sorpresa- que guardes uno en la cigarrera, nadie va a abrirla más que yo... en caso de olvido... cuando llegues..." Recuerdo la sonrisa, brillantes las piedras enmarcaban tu rostro: una acuarela pálida. "Raíces, cimientos, todo será arrancado del suelo como las hogueras", pensé en una lengua todavía larvaria.

Consigo recordar muy poco de los meses que siguieron, sé que en algún momento me propuse escucharte, quería volver al comienzo, obedecer al nexo sinuoso del ardor, del júbilo, no resistirme más; admitir, como quien tiene una segunda obsesión que cura a la primera y convierte la existencia en oscilante, que una historia como la nuestra, una historia de exaltación, instiga a morir. Simulando coherencia y cierto carácter augural contabas tu vida, legible por fragmentos, a la deriva de algunas explosiones. Obstinada por rescatar aquello que durante su transcurso no estaba mediado por el conocimiento sino por una tercera entidad que solamente el tiempo transforma en recuerdo, hablaste de un paisaje entrevisto bajo la niebla donde tuvo lugar el primer contacto "apresurado" con un hombre. Te arrancaba los broches de la cabellera -decías- y el paisaje cobraba un nítido color rojizo. Calles, puentes, barandas, postes, cables negros, ruinas, fábricas, vidrios rotos, baldíos, casas marginando la vía férrea mirabas al volver, con la sensación de tu piel lamida y marcas que evidenciaban una confesión. Después, como una divinidad que expande una alfombra para hacer de cada pisada humana una escala de ritmos y silencios unidos por innumerables grutas, describías el alejamiento de ese hombre, el repudio, tu primer intento de fuga, el ingreso al internado donde otra óptica se encargaría de restaurar esa concepción del cuerpo injustamente difamado que te obligaba a esconder hasta las menores partículas de bondad y desprendimiento.
Yo atravesaba tus relatos deteniéndome en ciertas visiones no necesariamente elegidas: ellas se adherían como las trenzas de las mujeres ahogadas se adhieren al vidrio hundido durante años en el fondo del mar. Quería saber, estaba poseído por una curiosidad torpe, similar a la atracción que había ejercido la casa de la bahía cuando preguntabas más, más sobre esa mujer: los intercambios, mis seguimientos, su figura de perfil en una fotografía que mencioné haberle tomado un día de sol, en el verano. Pero no quiero hablar de tus inquietudes sino de las que yo suponía que ibas sufriendo y los vértices de coincidencia con el malestar provocado, no por el personaje con quien había ocurrido el episodio -como en tu caso-, sino con la particular manera que empleabas al describirlo. Si hubieses fijado la atención en el cuerpo, o bien, si hubieses precedido tu entrega con los pedidos o diálogos que sin duda deben haber existido, habría incorporado el relato a un estilo menos corrosivo. Sin embargo, el partir de la niebla, de la transformación de un paisaje, de las figuras que al regresar distraían tu mirada, evidenciaban los bordes de una marca sobre los que se asentaría también nuestra historia y eso era insoportable para mí. La idea de ser único, no por celos ni por dominar los amores futuros, debo corregir la palabra único sin anularla por completo. Es único y primero; primero es una categoría perpetua, en cuanto a único, sí estaría dispuesto a sacrificarla en el futuro, en el pasado jamás. De haber sido nuestra historia la que dejase los bordes, la marca sobre la que se asentarían innumerables figuras, modeladas, expandiendo y obligando imperceptiblemente a continuar un decurso iniciado por mí, fundar un espacio donde lo amoral fuese venerado no hubiera podido ser calificado de utópico.

Así como a los juicios asisten testigos, yo intenté armarme de pruebas que evitasen la frontalidad de una exposición inculcándote la inquietud de romper el orden difamatorio que pensabas resuelto desde el día de la fuga. A diferencia de mis primeros ensayos, cuando llegaste permanecí en silencio, te abracé ocultando tu rostro o el mío -no sé bien porque no podíamos vernos-, y mucho después, persistiendo en esa postura inmóvil, en tono de confesión dije: "El cuerpo es un cadáver que respira. Y el espíritu debe ser juzgado por la ética que sus propias normas le imprimen".

Aunque no hablaras, sabía que cada palabra fracturaba el laberinto, lejos de cualquier condena, redimida por aquel que desfallece ante el amor de una doncella extraviada a voluntad, doblemente indefensa. Eran los acordes del holandés errante el único sonido que nos circundaba, vencida la inmovilidad, mis huesos como barras de metal fundido, incandescente, un compás que cae de punta para clavarse en la madera. Elegí ese momento para construir el espacio, no habría selva oscura ni río subterráneo, solamente una muralla anunciando a los viajeros la cercanía del gineceo. Así preferíamos nombrarlo.

Todavía conservo tu carta en la que cuentas, no se como pude haber escrito todavía siendo que guardo todas tus cartas. La palabra conservo, debe corresponder al hecho de que aún tengo el recuerdo de aquella carta en la que le cuentas a un tal Bloyd, "con voz queda" -según aclaras-,  la ocurrencia de fundar una casa de recreación, ocurrencia que atribuyes a tu primer marido pero mezclas a mis rasgos deformándolos: "Holandés de adopción y alquimista de humores". Esa historia, que no solamente necesitaste inventar sino también enviarme su constancia, hizo que dejase de sentirme un delfín que agoniza con lentitud vegetal en el centro de la bahía. Pensé: "Mi diosa se envuelve en sus velos de salitre y escapa del internado junto a su hermana. Nunca supe quién eras tú, porque sin duda también eras Madame".
Pero no quiero hablar de otro hombre ni de tus cartas, me refiero a las posteriores, no a aquellas que con frecuencia releíamos en el desván imaginando al mundo roto, sabiendo que sólo después, en la mitad de una tarde o de una noche, eso quedaría olvidado y comenzaría la vida, próxima o más acá del instante en que se suspendiera.

Durante los meses que antes no recordaba, los que siguieron a la entrega de las piedras, a mi necesidad de escucharte como un laico que no conoce el verdadero escenario, pero conserva otras señas que lo transportan al inmenso desierto donde la sombra de algunos penitentes evoca la tiranía de una promesa, supe que una sola cosa había ganado para siempre: la certidumbre de tener grabados en mi cuerpo una sucesión de acontecimientos -con letra microscópica, semejante a pequeñas cicatrices-, una pirámide invertida que, aun demorada en sus corredores y pasadizos, me conduciría a un punto final, definitivo, último, ángulo desde donde quien ha sido despertado, ya no puede morir. Allí donde el fuego salta para quitarle al diablo sus frutos, entrañas secas, donde el fuego se expande por los fundamentos, allí, en otras latitudes, la soledad es completa.

Mientras escribo, algunas estrofas de las canciones más locas que existen en mi lengua, versos que he oído en cualquier parte, desde la oscuridad resuenan con el clamor de los himnos de batalla. Soy un holandés perdido, anclado definitivamente aunque erre de un sitio a otro, un holandés recorriendo el camino que une los extremos en el vértice de cada rayo y se abre nuevamente sin poder separarlos, un pierrot y un ahogado. Un pierrot que cubre su cara con recelo y rapidez porque teme ser interrumpido y quiere aprovechar cada segundo; un ahogado también escribí, y entenderás a través de una imagen el lazo que me condujo a esa palabra. Veo a un hombre que busca el aire y abre con las uñas su pecho para vencer el letargo, los átomos de su cuerpo únicamente estampas, una mutilación, un embrión grotesco, la postura de algunas momias del período copto.

Quiero oír los cantos en el horno babilónico, los cantos que al poeta hacen dominar el caos y al primitivo suponer que fuerza la aparición de lo invisible. Quiero volver a habitar ese estado de inocencia que al poseerte tenía, habitarlo aun al precio de perder la lucidez. He leído que en uno de los infiernos los hombres caminan incesantemente, caminan como niños sin pretender domesticar el contorno; una luz delante del rostro en el contraste de un segundo plano para tener la oscura reminiscencia de la gorgona degollada. Tu dirás: "El amor reinventado en la pradera, vicio adquirido por cansancio o maldición", pero de ahí arranca un interrogante que me acosa y nunca podré cerrar. ¿Toda siembra profunda es el espacio vacío? Hay algunas noches en que pienso: ha llegado la hora caliente del deshielo, mis recuerdos se adhieren a la rigidez de un dogma y he perdido esa lasitud que abrigaba lo transitorio, lo efímero. Antes me hería la belleza, el esplendor de tu cuerpo, en tanto ahora que estás ungida de perennidad, otra presencia me asecha. También te amo por eso y hasta por los rostros que te integran agregándole al tuyo una cualidad plural.

Escucho claramente el sonido del carillón, las conversaciones que en otros momentos solíamos tener, la inflexión de tu voz al preguntar: una secuencia de notas dispersas que, no obstante, decían algo con la paciencia de un artesano y la saciedad del príncipe Vogelfrei: todos los días de igual perfección, cada palabra convertida en una larga lanza orientada por una voluntad arbitraria.
Un instinto sutil e infalible me dice que no es lo mismo morir por una mano desconocida que por la propia. Si escribo morir, no es porque piense en la muerte; hasta los cerebros extirpados aparecen a la larga, con el preludio de menores desgracias, en la cabeza de nuestros enemigos conservados por la religiosa vigilancia y el embriagante recuerdo de su victoria. Pienso en el dolor, en esa otra muerte que desprende el injerto noble del árbol salvaje, y extingue, sólo por un repentino giro, el milagro de la resurrección. El amor es una batalla por el cetro contra los fantasmas superior a la lucha por la inmortalidad, y en esa batalla persisto mientras escribo, sabiendo que has tomado por un tercer camino que me obliga, más precisamente, me incita a un destino errabundo. No ignoraba que tu poderío era temible, que ninguna precaución iba a lograr diluir ese consejo proveniente de la lengua de un único y postrer descendiente. Veo armarios vetustos donde descansan las estatuas de mis antepasados, esos cuerpos me siguen con su mirada de vidrio; seguramente ellos, pedestales helados, saben que no presento ninguna recriminación, pero sospechan la secuencia de sensaciones difíciles de destruir, el estado de convalecencia que impone el dolor. Por primera vez me aparece el sombrío misterio de una virilidad taciturna que no busca consuelo y prefiere comparar su soledad a la venganza de Dios.